Me gustaba mucho ir a la casa de mi abuela
Pita, ella vivía en San Luis. “A un lado de la VIRSAN” - le decía mi Amá al
taxista en la central al bajar del Transportes Muertes De Sonora. La Pita siempre nos
recibía haciendo las mejores tortillas de harina. Las hacía en el patio, en un disco de metal invertido que usaba con leña. Me
guardaba unas bolitas de masa con las que hacíamos figuritas y poco a poco me las iba comiendo a escondidas.
“Te vas a empachar chamaco pendejo” – me
gritaba la Pita cuando me descubría y soltaba una sonora carcajada.
Mis primas Licha, Tita y yo siempre jugábamos
a los vampiros, o a que veíamos fantasmas, nos escondíamos de ellos, nos
perseguían y nos divertíamos imaginando que con el poder de cánticos mágicos ancestrales
los atrapábamos en canicas de cristal. A un lado de la casa de la Pita había un
lote baldío, lleno de lomas de escombro y basura; por las noches cuando mi Amá
no se daba cuenta, jugábamos ahí, imaginando que era un antiguo cementerio. A
veces surgían zombies, a veces la llorona, en otras ocasiones momias protegían
su tesoro maldito.
El Piso de concreto de el casa siempre
parecía estar sucio, el baño siempre goteaba, la pintura de aceite en las
paredes siempre estaba descarapelada, en San Luis mi Amá siempre estaba
limpiando o pintando paredes, y yo tenía mucho tiempo libre para hacer
travesuras en aquella vieja casa y sus alrededores.
Mis hermanos me cuentan de un taller mecánico
que tenía el tata Esteban, yo no me acuerdo. Me acuerdo del funeral del
Esteban. “Está dormido” – decía la Tita, mientras pasaba el cuerpo de su abuelo
en un ataúd; yo creo que vio mi cara de asombro al ver los ojos del Esteban tan
hundidos y su piel tan pálida. Tenemos fotos de un jardín con muchas flores,
un huerto, gallinas y hasta vacas. A mí únicamente me tocó un viejo y chucatozo mesquite y un parche de carrizo, donde fingíamos que era un
inmenso bosque de bambú. Después me salió un alacrán y ya no volví a jugar ahí.
También me gustaba que nos visitaran aquí en
Peñasco. Una vez nos robamos una cruz de esas de metal del panteón viejo, la
pusimos en el patio de atrás. Hicimos una tumba de madera con todo y flores que le
quitamos a escondidas a un jarrón de mi Amá. “Cuando se meta el sol saldrá un vampiro de esta
tumba” - dijo mi prima Licha, y terminamos el tenebroso y ceremonioso ritual. Esa noche de
agosto nos llegó un monzón y cada que relampagueaba veía la sombra de ese vampiro en la
cortina de mi recámara, espiándome.
Recuerdo mucho una particular visita de la
Pita, yo estaba en quinto de primaria y en ese entonces vivíamos en una casa construida
sobre unas lomas de arena, tipo médano rodeada de matorrales gigantes, era entre
la vivienda popular y el antiguo aeropuerto. Yo venía de perseguir unas codornices
y unos conejos, tratando de capturarlos con una vieja Pentax de 35 mm que me
había robado del estudio de mi Apá. Entré a la casa de repente y escuché a la
Pita terminar una frase: “…se la van a coger a la pendeja…” Los ahí presentes voltearon a
verme sorprendidos. “Amá” –le reclamó mi mamá a la Pita entre dientes “está el
Héctor aquí”. “¿Y que tiene?” – contestó la Pita “Ya está grande y tiene que
aprender como funcionan las cosas.”
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