El Tremendo “Tweety”
Hace algunos años mi amigo “Tweety” me contó como él se encargaba de recibir la merca' que otro grupo delictivo se ocupaba de cruzar a los Estados Unidos. Fue una noche que le di un aventón a su depa después de la chamba; acababa de entrar a la agencia de bienes raíces donde yo trabajaba. Recientemente había perdido su Mini Cooper rojo que siempre mantenía impecable, su casa gigante y fresona se la quedó la exesposa cuando se divorció, sus hijos no le hablaban y por el momento rentaba un cuarto por las orillas de la ciudad. Primero fuimos al Shooter’s Sports Bar por unas alitas de pollo bien doradas, con salsa búfalo extra picante y para pasarlas unos cuantos tarros de cerveza Indio de barril, los más helados y baratos de la ciudad; después de invitarle la cena procedí a llevarlo a su apartamento. “Hazme un paro.” – me dijo en cuanto llegamos. “Llévame aquí súper cerquitas a comprar un gallo para dormir a gusto.” Lo pensé un segundo, pero terminé aceptando con la condición de que me compartiera de su churro. El changarro no estaba tan cerca como me había asegurado.
En el camino me relató que a veces usaban trocas de los mismos Border Patrol o de la Highway Patrol, tenían un set-up en las camionetas donde quitaban los asientos traseros y metían los paquetes bajo la alfombra en compartimientos ocultos. Después en algún taller mecánico o bodega o en el algún punto en el desierto de sonora cambiaban la droga a otros vehículos. “Yo no les tenía que pagar nada, ya estaba todo arreglado desde arriba.”
“Aguanta, aquí es” – me dijo, cortando en seco su anécdota. El “Tweety” se bajó del carro sacando de su bolsillo algunas monedas y antes de cerrar la puerta me pidió treinta pesos prestados para completarse. El changarro estaba en el patio delantero de una casa, estaba hecho de madera reciclada, pedazos pintados de distintos colores o sin color, clavados en ángulos asimétricos y sin nivel. Afuera del cuartucho que parecía a punto de desmoronarse colgaba un foco incandescente. El “Tweety” se recargó en la barra justo a un lado del foco, saludó con familiaridad al narcomenudista, se llevó a cabo la transacción y volvió con una gran sonrisa al carro. Tenía mucho que no fumaba yerba, en los últimos años solo le ponía a la plumita y muy de vez en cuando. Nos esperamos a llegar a su apartamento para prender el porro.
“Yo nunca anduve cruzando” – me dijo con cierto orgullo. “Yo no trabajaba pa’ ningún mafioso mexicano. Yo me ponía de acuerdo con el Cardón, el Cholla Mocha, o el Caliche, entre otros, pero esos tres güeyes eran los que trabajaban la zona en aquellos años, ellos como quien dice trabajaban para mí” – continuó. “Entonces yo llevaba la droga a una casa, una mansión, chingona con alberca y todo el rollo, pero completamente vacía. A veces la casa se usaba para fiestas o reuniones de los jefes, pero casi siempre estaba vacía.”
Entramos al cuarto que rentaba. Es una de las cosas más deprimentes que he visto hasta hoy. La construcción era de bloque, pero reutilizado, los bloques estaban pegados sin mucho concreto y había grandes surcos que se extendían por las cuatro paredes. Pensé en los alacranes que han de salir de ahí en tiempo de calor. El techo era de foam o hielo seco con varillas oxidadas cruzando de un extremo a otro. En el techo y las paredes había extensas manchas de humedad, grises, amarillas, café y verdosas. De las varillas colgaban ganchos con camisas tipo polo con el logotipo de la compañía de bienes raíces. Había una cama con un delgado colchón floripondio, sin sábanas, sin tender, una cobija hecha bola en una esquina y una almohada sin funda, amarillenta y llena de cebo negruzco en el centro. La cocina era una estufa miniatura, sobre los quemadores había una olla pequeña con el mango quebrado y dentro de ella había frijoles ya secos. Encima de la mesita y desbordando el bote de la basura había decenas de latas vacías de cerveza. Nos sentamos en las únicas dos sillas con las que contaba el comedor rojo marca coca cola. Encima de este colgaba una pintura de un galeón, con un marco de madera como los que vendía mi padre en su negocio hace más de 30 años. Encendió el gallo y usamos las latas vacías como cenicero.
“Ahí me disculpas el cuchitril, no he tenido tiempo de limpiar” – me dijo agachado y con la mirada baja.
Me contó que alguien más se encargaba de mover la droga, que le entregaban maletines repletos de dólares y que los llevaba a contar y a guardar a otra casa vacía. “Todo el negocio estaba en lavar ese dinero, el ruco tenía un friego de negocios por todo Phoenix, de esos que están en los centros comerciales, a un lado de licorerías, esos que los ves y no das ni un pinche penny por ellos.”
Otra cosa que me confesó fue que su jefe era gringo. “Muy buena onda el cabrón, ya está viejo, hasta la fecha me sigue invitando para que trabaje con él, pero yo ya me retiré de ese desmadre.”
A los pocos meses empezó la pandemia, al “Tweety” le dio dos veces el bicho, la segunda vez no aguantó y murió solo, entubado en un hospital de Hermosillo. Nunca supe por qué le decían el “Tweety” a lo mejor por que era todo lo contrario al personaje de caricatura, era grandote y no muy astuto. Otro compañero del trabajo me contó que pocos años atrás lo habían metido a la cárcel en Estados Unidos, le pusieron el dedo, no eran cargos muy graves, pero al final no quiso cantar, por lo que duró mas tiempo encerrado. Así es como pudo salir del tambo sin problemas con la mafia, solamente ya no podía cruzar para Estados Unidos.
Mientras cumplía su condena su esposa lo dejó y le quitó todo lo que el había construido y ganado además de heredado de parte de su familia ganadera de Pitiquito. Los hijos por vergüenza no lo buscaban, le sacaban la vuelta.
Gracias a su nivel de inglés, saliendo del botiquín empezó a trabajar en uno de esos resorts que venden tiempos compartidos y le fue muy bien en un principio, se hizo cristiano, y los directivos de la empresa lo valoraban hasta mandarlo a Cancún, Vallarta y otras ciudades filiales en temporadas altas y a cursos de ventas y marketing.
La depresión lo fue alcanzando poco a poco y su problema con el alcohol empezó a afectar sus labores profesionales, sus relaciones personales, su salud y todas las decisiones que tomaría durante el poco tiempo que le quedaría de vida.
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