Ulises se consideraba un tipo sensible, tenía un don para percibir el “Aura” (por así llamarle) de las demás personas. Ulises acertaba casi siempre sobre las verdaderas intenciones de la gente y su carácter. Esto le permitió rodearse de muy escasos pero muy cercanos amigos y al mismo tiempo tener una vida amorosa casi nula. Huía de las confrontaciones y no le gustaba alegar, así que muchas veces se hacía pendejo, haciéndoles creer a los demás que le habían engañado o que lo habían convencido. Guardaba y acumulaba todo lo que sentía y opinaba para después sacarlo inconscientemente en alguna borrachera o en la música que componía cada vez menos frecuente.
Vamos por partes.
A los cinco años su mamá lo metió a la fuerza a clases de piano en la casa de la cultura. Su maestro era un conocido alcohólico impulsivo con delirios de genio que tocaba de jueves a domingo en los hoteles mas baratos a cambio de cerveza. Los lunes llegaba con tufo a bilis rancia y de muy mal genio. Ese primer lunes el maestro le preguntó a Ulises que si qué sabía hacer; Ulises se quedó callado y el maestro le gritó tembloroso que si “PARA QUÉ CHINGADOS ESTÁS AQUÍ SI NO SABES HACER NI VERGAS”. Después de esa primer lección de música Ulises prefirió aprender por su cuenta con unos libros viejos de melodía religiosa para coros que le regalaron sus tías y escuchando la música clásica que ponía su padre a todo volumen cuando llegaba un poco tomado (casi todos los días); Peter Ilyich Tchaikovski siendo de sus favoritos.
Se enamoró profundamente de una niña que vivía en una casa arriba del supermercado a donde sus padres lo llevaban por el mandado. La niña siempre estaba en el balcón, recargando sus codos sobre el barandal, deteniendo su blanquísima cara con sus puños, ojos grandes, negros y llenos de tristeza perdidos en el horizonte, su cabello era tan negro que no reflejaba absolutamente nada, los moños que usaba se perdían entre tanta espesura. Nunca supo su nombre, a los pocos meses la familia se fue del pueblo, pero Ulises cada que iba al mercado volteaba hacia aquel viejo palco con la esperanza de verla de nuevo.
En medio de ese año escolar por alguna extraña razón su mamá lo sacó del kínder y lo puso en una primaria. Aprendió la canción de la Chinita en el Bosque y las niñas lo invitaban al baño y le ofrecían enseñarle sus “cositas” a cambio de que él mostrara la suya; nunca sucedió, pero eso despertó en Ulises algo que no supo explicar, algo que creció en su interior y lo obligó a ser él quien ofreciera el intercambio en los baños de la escuela; en el primer intento las niñas corrieron y lo delataron. Ulises sabía que era algo prohibido pero ignoraba a qué nivel. Al finalizar el curso y después de unas pláticas de educación sexual a Ulises lo cambiaron de escuela, por recomendación del sacerdote encargado lo inscribieron a un colegio católico que estaba a un lado de la iglesia principal del pueblo. Hizo amigos muy rápido, ya conocía a muchos que eran hijos de amigos de sus padres, otros que entraron a primero habían estado con él en el kínder.
En segundo de primaria Ulises conoció a su segundo amor. Se llamaba Vanessa. Siempre sonriente pero callada, cabello obscuro y muy largo por debajo de su cintura con fleco al estilo Lucerito. Piel morena clara y ojos color café con leche y una cucharadita de miel de abeja. Ulises la miraba todo el día, suspirando. Vanessa podía sentir su mirada y volteaba, le sonreía y giraba de vuelta hacia la monja de setenta años que se esforzaba por dar la clase.
Ese año el peso (moneda mexicana) se devaluó, el mercado se desmoronó, las cooperativas estallaron, bancos gubernamentales cerraron dejando a millones sin sus ahorros, la inflación llegó a un nivel sin precedentes de la noche a la mañana y el pueblo se hundió en una de las peores crisis hasta la fecha. Muchos se fueron para Estados Unidos, otros para Sinaloa a la pesca, unos cuantos a Baja California con sus comercios. Durante el verano hubo elecciones, a nivel nacional, estatal y local. Por primera vez en la historia el pueblo entero se dividió y demostró inconformidad, estalló en violencia, en marchas, carros incendiados, tortura, intervención militar (con cautela de no repetir un 1968) y al final ganó la imposición, el dedazo; la gente cansada de no llegar a ninguna parte se aplacó y trató de olvidar esas votaciones.
La escuela religiosa (que era de paga) se vació, cerraron la secundaria de la escuela y más de la mitad de las aulas estaban desocupadas, con los mesabancos amontonados al centro. Vanessa no regresó de esas largas, calurosas y pegajosas vacaciones. Ulises lloró tres días seguidos. No comía, solo miraba las fotografías de Vanessa que el mismo había tomado el último día de clases. “Ya ves… ¿Para qué te enamoras?... Estás muy pequeño para sufrir así” – le decía su madre.
Tercero, cuarto y quinto de primeria pasaron muy pronto, sin mucho que sobresaliera. Abril (<Eiprel> la alumna gringa) se orinaba en los pupitres. A Juan lo escogieron para las olimpiadas nacionales de atletismo. El maestro de educación física le agarraba las nalgas a las niñas, el de artística le pegaba a los niños con un metro de madera solo por hacer ruido mientras se tomaba una siesta. Los niños mas grandes (de sexto) tenían una maquina de toques eléctricos y correteaban y obligaban a los menores a ser sus esclavos, si se reusában les ponían la pistola de toques en las costillas y se tiraban de dolor. En los desfiles todos los niños les gritaban: “PINCHES CREMOSOS” y sus padres les festejaban. Todo era normal para Ulises, hasta que llego sexto de primaria y las piezas se le acomodaron un poco.
Vamos por partes.
A los cinco años su mamá lo metió a la fuerza a clases de piano en la casa de la cultura. Su maestro era un conocido alcohólico impulsivo con delirios de genio que tocaba de jueves a domingo en los hoteles mas baratos a cambio de cerveza. Los lunes llegaba con tufo a bilis rancia y de muy mal genio. Ese primer lunes el maestro le preguntó a Ulises que si qué sabía hacer; Ulises se quedó callado y el maestro le gritó tembloroso que si “PARA QUÉ CHINGADOS ESTÁS AQUÍ SI NO SABES HACER NI VERGAS”. Después de esa primer lección de música Ulises prefirió aprender por su cuenta con unos libros viejos de melodía religiosa para coros que le regalaron sus tías y escuchando la música clásica que ponía su padre a todo volumen cuando llegaba un poco tomado (casi todos los días); Peter Ilyich Tchaikovski siendo de sus favoritos.
Se enamoró profundamente de una niña que vivía en una casa arriba del supermercado a donde sus padres lo llevaban por el mandado. La niña siempre estaba en el balcón, recargando sus codos sobre el barandal, deteniendo su blanquísima cara con sus puños, ojos grandes, negros y llenos de tristeza perdidos en el horizonte, su cabello era tan negro que no reflejaba absolutamente nada, los moños que usaba se perdían entre tanta espesura. Nunca supo su nombre, a los pocos meses la familia se fue del pueblo, pero Ulises cada que iba al mercado volteaba hacia aquel viejo palco con la esperanza de verla de nuevo.
En medio de ese año escolar por alguna extraña razón su mamá lo sacó del kínder y lo puso en una primaria. Aprendió la canción de la Chinita en el Bosque y las niñas lo invitaban al baño y le ofrecían enseñarle sus “cositas” a cambio de que él mostrara la suya; nunca sucedió, pero eso despertó en Ulises algo que no supo explicar, algo que creció en su interior y lo obligó a ser él quien ofreciera el intercambio en los baños de la escuela; en el primer intento las niñas corrieron y lo delataron. Ulises sabía que era algo prohibido pero ignoraba a qué nivel. Al finalizar el curso y después de unas pláticas de educación sexual a Ulises lo cambiaron de escuela, por recomendación del sacerdote encargado lo inscribieron a un colegio católico que estaba a un lado de la iglesia principal del pueblo. Hizo amigos muy rápido, ya conocía a muchos que eran hijos de amigos de sus padres, otros que entraron a primero habían estado con él en el kínder.
En segundo de primaria Ulises conoció a su segundo amor. Se llamaba Vanessa. Siempre sonriente pero callada, cabello obscuro y muy largo por debajo de su cintura con fleco al estilo Lucerito. Piel morena clara y ojos color café con leche y una cucharadita de miel de abeja. Ulises la miraba todo el día, suspirando. Vanessa podía sentir su mirada y volteaba, le sonreía y giraba de vuelta hacia la monja de setenta años que se esforzaba por dar la clase.
Ese año el peso (moneda mexicana) se devaluó, el mercado se desmoronó, las cooperativas estallaron, bancos gubernamentales cerraron dejando a millones sin sus ahorros, la inflación llegó a un nivel sin precedentes de la noche a la mañana y el pueblo se hundió en una de las peores crisis hasta la fecha. Muchos se fueron para Estados Unidos, otros para Sinaloa a la pesca, unos cuantos a Baja California con sus comercios. Durante el verano hubo elecciones, a nivel nacional, estatal y local. Por primera vez en la historia el pueblo entero se dividió y demostró inconformidad, estalló en violencia, en marchas, carros incendiados, tortura, intervención militar (con cautela de no repetir un 1968) y al final ganó la imposición, el dedazo; la gente cansada de no llegar a ninguna parte se aplacó y trató de olvidar esas votaciones.
La escuela religiosa (que era de paga) se vació, cerraron la secundaria de la escuela y más de la mitad de las aulas estaban desocupadas, con los mesabancos amontonados al centro. Vanessa no regresó de esas largas, calurosas y pegajosas vacaciones. Ulises lloró tres días seguidos. No comía, solo miraba las fotografías de Vanessa que el mismo había tomado el último día de clases. “Ya ves… ¿Para qué te enamoras?... Estás muy pequeño para sufrir así” – le decía su madre.
Tercero, cuarto y quinto de primeria pasaron muy pronto, sin mucho que sobresaliera. Abril (<Eiprel> la alumna gringa) se orinaba en los pupitres. A Juan lo escogieron para las olimpiadas nacionales de atletismo. El maestro de educación física le agarraba las nalgas a las niñas, el de artística le pegaba a los niños con un metro de madera solo por hacer ruido mientras se tomaba una siesta. Los niños mas grandes (de sexto) tenían una maquina de toques eléctricos y correteaban y obligaban a los menores a ser sus esclavos, si se reusában les ponían la pistola de toques en las costillas y se tiraban de dolor. En los desfiles todos los niños les gritaban: “PINCHES CREMOSOS” y sus padres les festejaban. Todo era normal para Ulises, hasta que llego sexto de primaria y las piezas se le acomodaron un poco.
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