Me encuentro solo en un cuarto de hotel, desparramado sobre la cama, con una bolsa de hielo contra mis testículos. El efecto de la anestesia hace mucho que pasó. El malestar no es tanto el dolor de la incisión, es como una sensación que queda después de una patada en los huevos pero sin que se suba al estómago.
Tengo treinta y cinco años con mis genitales y después de todo ese tiempo adheridos ya uno no está consciente de que están ahí, entre las piernas, colgando, conectadas al resto de tu cuerpo, nervios, glándulas, hormonas, sangre, fibras, venas, conductos, piel, vellosidades, y hombría. Se encogen, se arrugan, se extienden, se suben, se pegan contra tus muslos, se aplastan, cuelgan cuando te sientas, si cierras las piernas muchas veces uno queda atrapado y otro sale a la superficie, pero no sientes nada de esto, hasta que llega un urólogo y te hace un corte, te secciona y amarra los conductos deferentes (y otras cosas en el proceso).
Ya conté los canales en la moldura que une las cuatro paredes con el techo, ya se cuantas pestañas tiene la rendija del aire condicionado, los libros que traje por el momento no me interesan, la televisión mucho menos. Espero nunca arrepentirme de esto.
“Te rasuras” – me dijo el doctor por teléfono
“Traje una maquinita” – le comenté
“Con eso, no quiero pelos largos. A la una te veo” – contestó.
Ya en su consultorio el doctor me dio una pomada – “ponte esta madre en los huevos, la desparramas bien, no tiene que ser mucha, y en 10 minutos te hacemos esa madre”
Salí al pasillo en busca del baño, se escuchaba la sala de espera como un aviario lleno de pericos con acento hermosillense, no parecía consultorio, parece la cafetería del motel La Siesta; la secretaria me seguía con la vista, podía percibir una sonrisa burlona a pesar de que escondía su rostro tras una revista. Alzó la cara y me dijo casi gritando: “Para el otro lado esta el baño joven.” la recepcionista sabía algo que yo no (aparte de la ubicación del sanitario).
La bata que me dio el doctor estaba tiesa y diminuta, al ponérmela apenas me cubrió mi frente rasgándose la parte de arriba formando un escote para mis “man boobs”. Así crucé el pasillo y la sala de espera con las nalgas, el lomo y mis pechugas al aire libre. “Gracias señorita.” - le dije al pasar, pero la recepcionista se quedó callada y fingió contestar una llamada, la sala de espera se quedó en silencio total.
El doctor me dijo que me subiera a una silla muy extraña y muy incómoda, era como una plancha con una inclinación que hacía que mi pesado cuerpo se deslizara a cada rato. “Súbete lo mas que puedas y trata de no moverte por favor” – me dijo el doctor.
Alguien tocó la puerta, pensé que era la secretaria así que cerré los ojos para que me diera menos vergüenza – “¿Que tal doctor?” – saludó una voz varonil desconocida – “Justo a tiempo” – contestó mi doctor. “Mira Héctor, el doctor fulanito (no recuerdo el nombre) me va a asistir ya que la muchacha que normalmente lo hace no pudo estar aquí hoy” – dijo el urólogo (gracias a dios, pensé). Que manera de conocer a alguien, con sus partes al aire, entumecidas, preferí quedarme callado y con los ojos cerrados.
“Bien, ya vamos a comenzar” – indicó el urólogo, no se si me lo decía a mí, al otro doctor o a mis huevos. Yo que me considero cada día mas ateo, me encontraba tratando de hablar con el creador.
En una de esas veces que medio entre abrí los ojos pude ver sobre la mesita que estaba a mi lado una inyección o jeringa “no puede ser” – pensé, como es posible que esa madresota sea necesaria, era como para un caballo o elefante o una ballena azul, descomunal, tanto la aguja como el cilindro donde me imagino que contenía la anestesia.
“Te voy a poner un espray…” – continuó el urólogo “…es para entumecer el área aún más antes de la inyección.” Sentí frío, mucho líquido correr, después de unos momentos me volvió a poner. “Ya va la inyección” – advirtió. Mis ojos físicos habían estado cerrados todo este tiempo, traté de cerrar los ojos del alma, de los sentidos, de la razón.
No me dolía, pero sentía como el doctor, o los doctores, manoseaban mis queridas bolas, las apretaban, las torcían, como que buscaban algo de la manera mas burda… “Aquí está doctor” – le dijo el médico asistente. “Sí ya lo estoy viendo” – le contestó… y TRACAS, el piquete. Repito, no dolió, pero genero una especie de tormento, imaginar el objeto punzo cortante penetrar mi carne, permanecer ahí dentro un buen rato mientras poco a poco el pistón va empujando la anestesia hasta que ésta es absorbida, al principio de manera obligada pero después gustosamente por mis testículos al percatarse del trauma. Todo bien hasta ahí.
No puedo decir que no estaba un poco nervioso, solo un robot del futuro o Chuck Norris no lo estarían; según yo estaba calmado y decidido, no me encontraba espantado ni agitado, hasta que empezaron el procedimiento: “Pásame la cosita esa con la punta medio chueca.” – le ordenó el doc al otro doc. “Agarra esta madre así, no, espérate, así no, aguas.” “Pásame las pinzas esas largas, no esas no” “doc… - SÍ YA SE, YA SE, ESTOY VIENDO, na’mas presiónale aquí y límpiale” “No pasa nada” “Es normal” “Ya me ha pasado antes” después con tono mas fuerte y dirigiéndose hacia mí: “Todo bien Héctor, ya casi terminamos”
Se me fue el aire, por mas que trataba de tranquilizarme con métodos de respiración no podía obtener aliento, empezó a brotar un sudor gélido por todo mi cuerpo, me empapé de transpiración instantánea, todo empezó a dar vueltas, muchas nauseas. Visualicé todo lo que puede pasar mal durante una cirugía de éste tipo, mucha sangre, venas abiertas y chorreando, conductos necios que no ceden, hemorragia, coagulo, infección inmediata, etc… “Doctor” – le dije “¿No puede prender el aire acondicionado o abrir la ventana?” El puto doctor no dijo nada, lo imaginé bufonearse con el otro médico. Abrí los ojos pero solo miraba el techo, conté, respiré profundo usando la boca, la nariz, expandía los pulmones tratando de no mover nada del ombligo hacia abajo. Poco a poco fue pasando, y me di cuenta de que había experimentado mi primer ataque de pánico.
“Listo” – dijo el verdugo. Sentí mucho liquido, estaban limpiando toda la sangre, sentí trapos. “Gracias Doctor, al rato me reporto” – se despedía el urólogo de su cómplice en crimen. Escuché la puerta y el sujeto salir, mi vista permanecía hacia arriba. “Quédate así cinco minutos” – continuó el pinche asesino – “después te sientas y permaneces cinco minutos más sentado” – le hice caso, ya no me sentía tan mal. Cuando me senté seguí evitando mirar hacia abajo. “Listo, pasa al baño a cambiarte y asegúrate de que tus calzones se ajusten levantando los testículos hacia tu cuerpo lo mas que se pueda sin lastimar” Me paré y volteé a ver la mesa de operación, no había ni una gota de sangre.
En el baño me vestí lo mas despacio que pude, con la cautela con la que le cambias el pañal a un bebé para que no despierte. “Aquí no ha pasado nada” – pensé. El doctor me dio unas pastillas, me dijo que me colocara hielo, dos o tres días de reposo, nada de actividad sexual por una semana, que habrá hinchazón, posible sangre en la orina o en las primeras veces, moretones, pero que todo eso era normal. “¿Me puedo tomar dos o tres cervezas con éstas pastillas?” – le pregunté. “Te lo recomiendo.” – me contestó.
Salí de ahí con mucha hambre y muriendo de ganas por un tarro bien helado, le pedí a mi amigo Juan José quien me estaba ayudando a manejar que llegara al Pistones para comer algo. Pedí una hamburguesa pero ya no las preparan igual que hace tres años cuando fui por primera vez, la carne no es la misma. La negra modelo en tarro me supo a gloria pura, burbujeante y refrescante. De ahí pasamos a un Oxxo a comprar hielo. Al bajarme del auto me di cuenta de que mis pantalones estaban llenos de sangre, y para acabarla de amolar eran khakis. El manchón era muy obvio, pero pues, ni modo, así me bajé. Me sentí como se debe sentir una mujer cuando tiene algún accidente menstrual y recordé burlas que usaban en la prepa como: “trae la chuleta descongelada” o “le patearon el tomate” y quién sabe que otras cosas. En el Oxxo nadie se quedó mirando, nadie notó nada. En peñasco ya me hubieran sacado en La Crítica de Peñasco Facebook Oficial con una reseña de que tuve una complicación relacionada al cambio de sexo pagada por algún allegado incómodo.
Al llegar al hotel dormí, luché contra las fuerzas del mal que te obligan a dormir de lado o bocabajo. Permanecí hacía arriba, con una bolsa llena de hielo envuelta en una toalla ensangrentada pegada contra lo que quedaba de mis huevos. El sol se asoma por entre las casi impenetrables cortinas del cuarto, eso significa que es hora de ir a desayunar machaca y tomar café de talega.
De regreso al cuarto decido bañarme “El aseo es indispensable” – recordé que dijo el doctor, creo. Mi ropa interior tenía sangre. Me bañe, me pasé el jabón sin ver, me enjuagué sin ver. Ya cuando me secaba pude apreciar bien la herida. No era muy grande, pero permanecía abierta, supongo que por el tipo de piel plegada, en constante movimiento sin nada firme por debajo sujetando el asunto en su lugar, la cicatrización será larga.
Son las siete de la tarde, estoy esperando que llegue mi primo por mi para ir a un lugar nuevo aquí en Hermosillo donde hacen su propia cerveza. Por mientras estoy en la cama, con hielo y malestar en las joyas familiares, viendo Cartoon Network y leyendo Haunted de Chuck Palahniuk al mismo tiempo. Siento una ligera molestia en la cadera, por la pelvis me imagino que por no dormir bien.
Creo que ya es muy tarde para arrepentirse de esto.
Me siento inspirado. Tengo ganas de retomar la pintada, creo que mi primer obra será una ilustración artística, emocional, posiblemente como una tipo infografía de lo que es una vasectomía.
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