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Después de engullir diez cervezas, y de
aguantar lo más que puedes las ganas de orinar vas como puedes al baño del bar.
Antes de entrar ya te vas desfajando una camisa arrugada que tiene horas fuera
de tu pantalón, vas desabrochándote el cinto y bajándote el cierre varios pasos
antes de la puerta, llegas al mingitorio prácticamente con el miembro igual de
flácido y triste que tú, ya de fuera y apuntando, listo para descargar tus
meados humeantes y fétidos.
Terminas y te pasas al lavado, pero no te
lavas las manos, te quedas viendo fijamente tu rostro en el espejo, sabes que
eres tú, pero te cuesta mucho trabajo reconocerte, percibes una cara de
desesperación, tus ojos rojos entreabiertos gritan desconsuelo, sientes que tus
facciones se derriten; empiezas a darte puñetazos en la jeta, fuerte, pero no
duele, solo te arden los cachetes, y te agrada, te agrada poder sentir algo, un
poco de calor.
Sales fajado y derechito, “Aquí no pasó nada”
–piensas. Tratas de sonreír mientras caminas y enfocas la vista anubarrada. El
mundo se mueve tan rápido y nadie se da cuenta, pero tú sí, te cuesta trabajo caminar
equilibradamente -“Nadie me ve”- te dices a ti mismo (no recuerdas si en voz
alta o hacia dentro); das unos pasos inciertos mientras te balanceas entre
mesas y sillas. Por fin llegas a la barra y hay un tarro lleno de cerveza
esperándote. Sonríes hacia dentro, un breve flash de despreocupación se apodera
de tu ser, cierras los ojos mientras le das ese primer sorbo. Mañana será otro
día.
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