Me despertó la desagradable sensación de humedad en todo el cuerpo, la camiseta y los pantalones de mezclilla se me pegaban a la piel, hacía frío, pero estaba empapado en sudor. No me dolía la cabeza, hace mucho que me dejó de doler la cabeza después de una noche de alcohol. Lentamente abrí los ojos, estaba oscuro, del otro lado de la sala estaba mi amigo Manny, tirado al igual que yo, sobre un sofá repleto de basura, ropa sucia, manchas que se escurrían desde la pared deslavada y de pintura descarapelada hasta la alfombra color moho. Busqué mi teléfono entre el mierdero del sillón, estaba quebrado, por ambos lados. “Puta madre”- dije con voz rasposa de sueño. Eran las seis y media de la tarde.
Poco a poco me fui adaptando para ver mejor entre las tinieblas, a unos metros de la sala estaba la barra de la cocina, donde Manny y yo habíamos pasado casi toda la noche y toda la madrugada recordando las aventuras de la secundaria, de la preparatoria, de la universidad, de su divorcio, de mi novia que está casada (con alguien más) entre otras cosas. No se podía poner nada sobre esa barra, era una montaña de botellas de todo tipo, había envases de cerveza, de jägermeister, de tequila, de champaña y otras que no reconocí. Regresé mi vista al teléfono, lo desbloqueé y vi que tenía veintidós llamadas perdidas y cincuentaisiete mensajes sin leer “al rato los checo” – me dije a mi mismo, tratando de convencerme que todo estaba bien. Me paré para ir al baño.
El color de la orina era naranja, casi café. “Necesito tomar agua” – pensé. No me da sed, es raro que sienta sed, el color de mis meados es el indicador de mi nivel de hidratación. Al lavarme las manos noté que el agua que corría entre mis dedos caía al lavado con un tono rojo. Me di cuenta que mi mano derecha tenía sangre seca, pero no había cortadas ni nada. Es muy común en borracheras de ese tipo que salga con alguna raspadura o cortada en alguna extremidad, pero al revisar mis brazos no distinguí nada, ni sentía dolor o el típico ardor de una herida fresca. Subí la cabeza para verme al espejo. Había sangre aún húmeda en mi nariz, solo en la fosa derecha y sangre seca desparramada en mi cachete. Se me vinieron las imágenes de un solo golpe: mi amigo Manny sacando una bolsa como de aproximadamente cinco gramos de cocaína de un frasco vacío de jarabe para la tos. Mi amigo Manny desparramando la coca con una tarjeta de banco en un plato de cristal color negro. Mi amigo Manny haciendo líneas con la tarjeta de banco. Mi amigo Manny enrollando un billete de quinientos pesos. Mi amigo Manny pasándome el billete enrollado. Y por último yo, haciendo líneas de coca por primera vez en mi vida. “No me hace esto” – le dije mientras sentía el sabor amargo de la cocaína pasar por mi garganta. Mi amigo Manny solo soltó una carcajada. “Es para pistear más agusto” – me contestó mientras yo le entraba a más líneas. Es todo lo que recuerdo con claridad, lo demás es un loop de los dos hablando y bebiendo y consumiendo perico en cámara rápida. Hubo lágrimas, hubo risas, hubo hasta un ritual de exorcismo. En algún punto los dos nos desplomamos sobre un sillón cada quién. Once Upon A Time In Hollywood de Tarantino aparecía como recomendación en Netflix, le aplasté reproducir y en cuanto empezó la película me quedé dormido.
Saliendo del baño pasé por la cocina, ahí en el fregador estaba el plato negro de cristal, con los dedos chupados marcados; recordé el sabor amargo de la coca. Debajo del plato había una ciudad hecha con trastes sucios. Sonó mi celular, era mi novia la casada. Los domingos su marido lleva a los hijos que tiene con su exesposa a pasear y aprovechamos para un rapidín. No le contesté. Vi que me llegó un mensaje de ella: “Reportate con tu familia, te andan buscando.” Abrí los mensajes, y sí, mi familia estaba preocupada. No les avisé que me quedaría en Tijuana, ni mucho menos que me iba a meter toda esa coca como si fuera lo más natural del mundo, y es que a pesar de que yo nunca le había puesto, crecí en un ambiente así, lo ves con tanta frecuencia y en todas partes, hombres y mujeres, de todas las edades.
Manny no se movía, me acerqué para confirmar que estaba dormido y no había muerto por una sobredosis de cocaína y de repente abrió un ojo: “que pedo”- me dijo espantado. “Son casi las siete wey” – le contesté. Cerró el ojo y se dio la vuelta para seguir durmiendo. Salí de su depa y se sintió muy bien el aire fresco en la cara, estaba lloviznando y el olor a tierra mojada me revitalizó un poco. Por fin llegó el Uber y me dejó en la frontera donde cruce caminando. Había muchísima gente como todos los domingos, pero con mi tarjeta sentri pasé sin hacer nada de fila. Ya para cruzar el último mostrador estaban dos patrulleros con un pastor alemán, pasé a su lado y el perro perdió el control, me olió como loco, pero los agentes estaban muy entrados en su plática que no le dieron importancia; apreté el paso hasta el trolley.
Las pantallas anunciaban que el tren llegaría en 7 minutos, vi una banca desocupada y me senté a esperar y a arrepentirme de mis pecados. Andaba borracho todavía, no podía enfocar bien la vista en el celular, o me daba flojera. Se asentó sobre mí un sentimiento horrible de culpa, una presión insoportable empezó a oprimir mi pecho y poco a poco me fui quedando sin aire, la vista se me nubló y se formó un nudo en la garganta.
En eso escucho una muchacha hablando por teléfono justo enseguida de mí. La estación del trolley es bastante grande, tiene dos lados por donde abordar el vagon y muchas bancas. La muchacha me miraba mientras hablaba. “No se si pasan los ubers a la estación del trolley” – decía. Todos los malestares desaparecieron, estaba increíblemente hermosa, un cuerpo perfecto, unos ojos negros y profundos. Cada que volteaba a verla ella me miraba a mí. Cuando terminó su llamada se sentó en la misma banca que yo. “Piensa, piensa, piensa, piensa” – me repetía mentalmente “¿Qué le digo?”. No puedo decir cuándo fue la última vez que sentí un flechazo así. Una necesidad de saber más, de comunicarme con ella, de seguir viéndola. “Hola... ¿De casualidad no eres de Sonora?” – por fin salió algo de mi boca. “No, soy de Chihuahua” – me contestó. “Casi le atinaba” – le dije.
Nuestro romance se vio truncado al instante por la diferencia de edad, ella me dijo que apenas tenía veinte años y en cuanto le dije que yo acababa de cumplir los cuarenta me empezó a hablar de usted. Nos reímos, intercambiamos Instagram, y llegó el trolley, me daban ganas de quedarme un poco más con ella, pensé en ofrecer esperar hasta que llegaran por ella, pero necesitaba con urgencia llegar a casa y bañarme. “Ya llegó el trolley, no se le vaya a ir” – me dijo. “¿Estás insinuando que se me puede ir el tren? – le pregunté bromeando… “Por que ese tren ya se me fue hace mucho” – continué.
Me subí al trolley y me senté a un lado de la ventana, se sentía helada contra mi frente. “Ojalá tuviera mis audífonos” – pensé. Pero no llevaba nada conmigo, normalmente siempre me llevo mis audífonos y un libro para aguardar placenteramente y que nadie me moleste. Giselle Luna, así se llama, a ver si nos volvemos a ver.
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