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En el valle escondido







No era un día normal, había un sabor dulce en el aire, aunque nadie decía nada; nunca nadie decía nada. Yo estaba postrado sobre la roca de siempre, junto al diminuto arroyo de siempre, al fondo del encumbrado cañón tupido de follaje de siempre. Había más agua de lo acostumbrado y otros como yo que junto a sus pequeños se regocijaban en el agua sin preocupación aparente. La corriente era más fuerte, los remolinos se movían con mayor velocidad y los arboles danzaban sobre nosotros cantando y silbando acongojados. Había llovido por la noche y soplaba un viento frío que paralizaba, por lo mismo no había muchos bichos, ni un mosquito, ni una mosca, nada. El aire corría por entre las crestas, bajaba directo de las nubes, como recién parido, cayendo con fuerza sobre nosotros. 

Nos asustó el repentino graznido de cientos de cuervos y el chirrido de otras aves que se levantaron en vuelo todas al mismo tiempo, aletearon despavoridas hasta perderse por encima del desfiladero. Alarmados nos sumergimos todos en el arroyo, no había fango donde escondernos, se lo había llevado el regato, todo era agua cristalina en movimiento, una que otra hoja flotaba como exaltadas, valsando sin un ritmo evidente, pero era imposible mantenerse debajo de ellas pues avanzaban muy rápido. Empezó una ligera temblorina en la superficie del agua que se convirtió en un rugido estruendoso y atroz. Me apuré a sacar mis ojos del agua para poder ver algo pues no detecté ninguna sombra aproximándose. Una descomunal ola saturada de espuma, hojas y ramas se aproximaba con tremenda prontitud. No hubo tiempo de nada.
Mi instinto me inmovilizó, todos mis músculos se agarrotaron, solamente mis ojos que permanecieron abiertos podían divisar con cierta dificultad por entre el enloquecedor torbellino. Me deje llevar por el torrente, flotando y estrellándome contra rocas y contra los cuerpos de otros como yo, paralizados de miedo sin poder escapar, sin poder reaccionar de manera distinta. Los veía junto con sus crías revolotear bajo la superficie. En algún momento perdí el conocimiento, no se si fue un golpe en la cabeza, el sobresalto, o la falta de aire, pues desconozco cuanto tiempo fui arrastrado bajo el agua sin poder salir por aire.

Cuando desperté ya era noche, no había luna ni estrellas, sin embargo, el cielo estaba más iluminado, podía ver con claridad a mi lado el arroyo, ya mas bajo, pero aún corría con considerable rapidez. Subí una loma para poder distinguir en qué parte del cañón estaba, nunca había salido de ahí. Al llegar a la cima me percaté de que ya no había cañón, estaba perdido y completamente solo.
Tenía frío, hambre, y empezaba a llover. El terreno era extraño, demasiado rígido y áspero, no había suficiente lodo a pesar de la lluvia para poder resguardarme. Decidí acercarme a las luces que no eran estrellas, ni la luna, ni el sol, a las luces frías y fijas que alumbraban casi como de día el paisaje tan extraño. Entre más me arrimaba a las grandes rocas sin forma orgánica y a su resplandor estático, más escuchaba a los grillos, y eso me emocionaba. Aceleré el paso, me molestaba la pierna derecha. – Posiblemente me lastimé en el arroyo contra algún peñasco. – pensé.
También me percaté de que entre más próxima la luminiscencia, más fuerte se hacía la fétida fragancia a peligro, a meados, a mierda, a pelos, a putrefacción y a sangre caliente. 

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